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una colmena. Se dirigía a Cósimo para que le aconsejara, pues éste algo había
aprendido; no es que le hiciese preguntas, pero conducía la conversación hacia la
apicultura y se quedaba escuchando lo que Cósimo decía, y luego lo repetía como una
orden a los campesinos, con tono irritado y suficiente, como si fueran cosas archisabidas.
A las colmenas trataba de no acercarse mucho, por aquel miedo suyo a que le picasen las
abejas, pero quería demostrar que lo sabía vencer, y quién sabe el esfuerzo que le
costaba. Del mismo modo daba órdenes de excavar unos canales, para acabar un
proyecto iniciado por el pobre Enea Silvio; y si lo hubiese conseguido habría sido todo un
acontecimiento, porque el finado nunca había llevado a término ninguno.
Esta tardía pasión del barón por asuntos prácticos duró poco, desgraciadamente. Un
día que, entre las colmenas y los canales, andaba ajetreado y nervioso, al hacer un
movimiento brusco vio que se le echaban encima un par de abejas. Le entró miedo,
empezó a agitar las manos, volcó una colmena, se alejó corriendo con una nube de
abejas detrás. Al escapar a ciegas terminó en aquel canal que estaban intentando llenar
de agua, y lo sacaron hecho una sopa.
Lo metieron en la cama. Entre la fiebre de las picaduras y la del resfriado del baño, tuvo
para una semana; luego podía considerarse curado. Pero le entró un abatimiento que no
quiso levantarse más.
Estaba siempre en la cama y había perdido todo apego a la vida. No había conseguido
nada de lo que quería hacer: del ducado ya nadie hablaba, su primogénito seguía en los
árboles incluso ahora que era un hombre, el hermanastro había muerto asesinado, la hija
estaba casada lejos con gente aún más antipática que ella, yo todavía era demasiado
pequeño como para estar junto a él, y su mujer demasiado decidida y autoritaria. Empezó
a desvariar, a decir que los jesuitas ya habían ocupado su casa y no podía salir de la
habitación, y así, lleno de amarguras y manías como siempre había vivido, le sobrevino la
muerte.
Cósimo también siguió el entierro, pasando de un árbol a otro, pero no consiguió entrar
en el cementerio, porque a los cipreses, de fronda tan espesa, no hay modo de trepar.
Asistió al sepelio desde el otro lado de la tapia, y cuando todos nosotros echamos un
puñado de tierra sobre el ataúd, él echó una ramita con hojas. Yo pensaba que de mi
padre todos habíamos estado siempre distanciados, como Cósimo sobre los árboles.
Ahora el barón de Rondó era Cósimo. Su vida no cambió. Cuidaba, es cierto, de los
intereses de nuestros bienes, pero siempre de modo intermitente. Cuando los
administradores y arrendatarios lo buscaban no sabían nunca dónde encontrarlo; y
cuando menos querían que los viese, lo tenían allí, sobre las ramas.
También para cuidar de estos negocios familiares, Cósimo, ahora, se dejaba ver con
más frecuencia en la ciudad, se paraba en el gran nogal de la plaza o en los acebos,
cerca del puerto. La gente le saludaba, le llamaba «Señor barón», y él tomaba actitudes
un poco de viejo, como a veces les gusta a los jóvenes, y se estaba allí contándoles
cosas a un corrillo de ombrosenses que se disponía al pie del árbol.
Seguía refiriendo, de manera distinta cada vez, el final de nuestro tío natural, y poco a
poco fue desvelando la complicidad del caballero con los piratas, pero, para frenar la
inmediata indignación de los ciudadanos, añadió la historia de Zaira, casi como si Carrega
se la hubiese confiado antes de morir, y de este modo hasta los condujo a conmoverse
con la triste suerte del viejo.
Creo que de inventar del principio al fin, Cósimo había llegado, por sucesivas
aproximaciones, a una relación casi del todo veraz de los hechos. Le salió así dos o tres
veces; luego, como los ombronenses nunca se cansaban de escuchar el relato y siempre
se incorporaban nuevos oyentes y todos exigían nuevos detalles, se vio obligado a añadir,
ampliar, exagerar, a introducir nuevos personajes y episodios, y así la historia se fue
deformando y llegó a ser más inventada que al principio.
Al presente Cósimo tenía un público que escuchaba con la boca abierta todo lo que él
decía. Le tomó afición a relatar, y su vida sobre los árboles, y la caza, y el bandido Gian
dei Brughi, y el perro Óptimo Máximo se convirtieron en pretextos de relatos que no
terminaban jamás. (Bastantes episodios de estas memorias de su vida están referidos tal
cual él los narraba a instancias de su auditorio plebeyo, y lo digo para hacerme perdonar
si todo esto que escribo no parece veraz y conforme a una armoniosa visión de la
humanidad y de los hechos.)
Por ejemplo, uno de aquellos holgazanes le preguntaba:
- Pero ¿es cierto que nunca habéis puesto los pies fuera de los árboles, señor barón? Y
Cósimo soltaba:
- Sí, una vez, pero por equivocación, subí a los cuernos de un ciervo. Creía que pasaba
a un arce, y era un ciervo, huido del coto de caza real, que se estaba allí quieto. El ciervo
siente mi peso en los cuernos y huye por el bosque. ¡Imaginaos qué mal paso! Yo allá
arriba me sentía atravesado por todas partes, entre las puntas agudas de los cuernos, las
espinas, las ramas del bosque que me golpeaban en el rostro... El ciervo se debatía,
tratando de librarse de mí, yo me aferraba con fuerza...
Detenía el relato, y aquéllos entonces:
- ¿Y cómo pudisteis salir airoso, señoría?
Y él, cada vez, se descolgaba con un final distinto:
- El ciervo corrió, corrió, alcanzó la tribu de los ciervos, que al verlo con un hombre en
la cornamenta, en parte huían de él, en parte se le acercaban curiosos. Yo apunté el fusil
que llevaba siempre en bandolera, y cada ciervo que veía lo derribaba. Maté cincuenta...
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