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verdades de Mitra. Sin duda, hablaría con repugnancia de las hileras de
cráneos humanos que adornaban las paredes de la choza, y exhortaría a Gorm
a que perdonase a sus enemigos, en lugar de utilizarlos para obtener de ellos
semejantes adornos.
El sacerdote era un alto exponente de una raza que poseía un sentido
artístico innato, y que se había refinado a lo largo de varios siglos de
civilización. Por el contrario, Gorm tenía tras de sí una herencia de cientos de
miles de años de vida salvaje; caminaba como un tigre, su mirada brillaba
como la del leopardo, y su mano de negras uñas apretaba como la de un gorila.
Pero Arus era un hombre práctico. Apeló al anhelo de todo ser humano de
acrecentar sus bienes materiales; puso el poder y esplendor de los reinos
hiborios como ejemplo de los beneficios otorgados por Mitra, cuyas
enseñanzas y leyes habían llevado a los hiborios hasta el alto lugar que
ocupaban en el mundo; describió las grandes ciudades, las fértiles llanuras, las
murallas de mármol, los veloces carruajes, las torres enjoyadas y los
caballeros, cuyas brillantes armaduras les daban tanta ventaja en la batalla. Y
Gorm, con el acertado instinto del bárbaro, atesoró sus palabras, haciendo
caso omiso de las enseñanzas religiosas y tomando buena nota de las
grandezas materiales que tan vividamente le estaban describiendo. De este
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modo, allí, en aquella choza de ramas en la que hablaban el sacerdote cubierto
con un manto de seda, y el jefe salvaje que vestía pieles de animales, se
fraguó un imperio.
Como ya se ha dicho, Arus era un hombre de sentido práctico. Se quedó a
vivir entre los pictos y logró llevar a cabo lo que un hombre inteligente y bien
dispuesto puede hacer en beneficio de sus semejantes, aun cuando éstos
vistan pieles de tigre y se adornen con collares de dientes humanos. A
semejanza de todos los sacerdotes de Mitra, era un entendido en numerosas
disciplinas y artes. Encontró grandes yacimientos de mineral de hierro en los
montes del territorio picto y enseñó a los nativos a extraerlo, a fundir el hierro y
a trabajarlo para obtener herramientas, que en un principio fueron agrícolas.
Estableció también otras reformas, pero éstas fueron en conjunto sus
principales realizaciones: infundió en Gorm el deseo de conocer los países del
mundo civilizado; enseñó a los pictos a trabajar el hierro y logró que se
establecieran contactos entre los salvajes y los pueblos civilizados. Accediendo
al ruego de Gorm, Arus lo guió junto con algunos de sus guerreros a través de
las marcas de Bosonia, donde los sencillos aldeanos contemplaron mudos de
asombro la exótica cohorte.
No hay duda de que Arus creyó estar realizando conversiones a su credo a
diestra y siniestra, ya que los pictos lo escuchaban con gran atención y jamás
lo habían amenazado. Pero el picto no tomaba en serio las enseñanzas que lo
impelían a perdonar a sus enemigos y a abandonar las prácticas guerreras
para adoptar una forma de vida apacible. La propia naturaleza de aquellos
salvajes los llevaba por el camino de la matanza y de la guerra, pues carecían
de todo sentimiento altruista y artístico. Cuando el sacerdote hablaba de las
glorias de las naciones civilizadas, su auditorio de hombres de piel oscura no
pensaba en los ideales de la religión sino en el botín que podían obtener en las
opulentas ciudades y en los campos. Cuando relataba la forma en que Mitra
ayudaba a algunos reyes a vencer a sus enemigos, se preocupaban poco de
los milagros del dios, y mucho de la descripción de las líneas de batalla y de la
embestida de los caballeros armados, así como de las maniobras de los
arqueros y lanceros. Miraban a Arus con sus agudos ojos negros y su rostro
inescrutable, y sacaban sus propias conclusiones, aprovechando las
enseñanzas acerca del trabajo del hierro y otras semejantes.
Antes de la llegada del sacerdote, los pictos disponían tan sólo de las armas
de acero que arrebataban a los bosonios y a los zingarios. Ellos sólo sabían
forjar armas rudimentarias de cobre o de bronce. Tras la llegada de Arus, se
abría ante ellos un mundo nuevo, y el estrépito metálico de los martillos resonó
en las fraguas de todo el país. Merced al dominio de aquel nuevo arte, Gorm
comenzó a extender su dominio sobre otros clanes, en parte por medios
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