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larga hilera de carreteros que con las riendas en la mano caminaban perezosamente
junto a sus carromatos, cargados de verdaderas montañas de muebles de toda laya;
mesas, sillas, divanes turcos y no turcos, y otros enseres domésticos; y encima de todo
ello, en la cumbre misma de la montaña, iba a menudo sentada una macilenta
cocinera, protectora de la hacienda de sus señores como si fuera oro en paño. O veía
pasar, cargadas hasta los topes de utensilios domésticos, barcas que se deslizaban por
el Neva o la Fontanka hasta a río Chorny o las islas. Los carros y las barcas se
multiplicaban por diez o por ciento a mis ojos. Parecía que todo se levantaba y se iba,
que todo se trasladaba al campo en caravanas enteras, que Petersburgo amenazaba
con quedarse desierto y llegué al punto de tener vergüenza, de sentirme ofendido y
triste. Yo no tenía adónde ir, ni por qué ir al campo, pero estaba dispuesto a irine con
cualquier carromato, con cualquier caballero de aspecto respetable que alquilara un
coche de punto. Nadie, sin embargo, absolutamente nadie me invitaba. Era como si
se hubieran olvidado de mí, como si efectivamente fuera un extraño para todos.
Anduve mucho, largo tiempo, hasta que, como me ocurre a menudo, perdí la
noción de dónde estaba, y cuando volví en mi acuerdo me hallé a las puertas de la
ciudad. De pronto me sentí contento, rebasé el puesto de peaje y me adentré por los
sembrados y praderas sin parar mientes en el cansancio, sintiendo sólo con todo mi
cuerpo que se me quitaba un peso del alma. Los transeúntes me miraban con tanta
afabilidad que se diría que les faltaba poco para saludarme. No sé por qué todos
estaban alegres, y todos, sin excepción, iban fumando cigarros. También yo estaba
alegre, alegre como hasta entonces nunca lo había estado. Era como si de pronto me
encontrase en Italia tanto me afectaba la naturaleza, a mí, hombre de ciudad, medio
enfermo, que casi comenzaba a asfixiarme entre los muros urbanos.
Hay algo inefablemente conmovedor en nuestra naturaleza petersburguesa cuando,
a la llegada de la primavera, despliega de pronto toda su pujanza, todas las fuerzas de
que el cielo la ha dotado, cuando gallardea, se engalana y se tiñe con los mil matices
de las flores. Me recuerda a una de esas muchachas endebles y enfermizas a las que a
veces se mira con lástima, a veces con una especie de afecto compasivo, y a veces,
sencillamente, no se fija uno en ellas, pero que de pronto, en un abrir y cerrar de ojos,
sin que se sepa cómo, se convierten en beldades singulares y prodigiosas. Y uno,
asombrado, cautivado, se pregunta sin más: ¿qué impulso ha hecho brillar con tal
fuego esos ojos tristes y pensativos?, ¿qué ha hecho volver la sangre a esas mejillas
pálidas y sumidas?, ¿qué ha regado de pasión los rasgos de ese tierno rostro?, ¿de qué
palpita ese pecho?, ¿qué ha traído de súbito vida, vigor y belleza al rostro de la pobre
muchacha?, ¿qué la ha hecho iluminarse con tal sonrisa, animarse con esa risa
cegadora y chispeante? Mira uno en torno suyo buscando a alguien, sospechando
algo. Pero pasa ese momento y quizás al día siguiente encuentra uno la misma mirada
vaga y pensativa de antes, el mismo rostro pálido, la misma humildad y timidez en los
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movimientos; y más aún: remordimiento, rastros de cierta torva melancolía y aun
irritación ante el momentáneo enardecimiento. Y le apena a uno que esa instantánea
belleza se haya marchitado de manera tan rápida e irrevocable, que haya brillado tan
engañosa e ineficazmente ante uno; le apena el que ni siquiera hubiese tiempo
bastante para enamorarse de ella...
Mi noche, sin embargo, fue mejor que el día. He aquí lo que pasó:
Regresé a la ciudad muy tarde y ya daban las diez cuando llegué cerca de casa. Mi
camino me llevaba por el muelle del canal, en el que a esa hora no encontré alma
viviente, aunque verdad es que vivo en uno de los barrios más apartados de la ciudad.
Iba cantando porque cuando me siento feliz siempre tarareo algo entre dientes, como
cualquier hombre feliz que carece de amigos o de buenos conocidos y que, cuando
llega un momento alegre, no tiene con quien compartir su alegría. De repente me
sucedió la aventura mas inesperada.
A unos pasos de mí, de codos en la barandilla del muelle, estaba una mujer que
parecía observar con gran atención el agua turbia del canal. Vestía un chal negro muy
coqueto y llevaba un bonito sombrero amarillo. «Es, sin duda, joven y morena»,
pensé. Por lo visto no había oído mis pasos y ni siquiera se movió cuando,
conteniendo el aliento y con el corazón a galope, pasé junto a ella. «Es extraño me
dije, algo la tiene muy abstraída.» De pronto me quedé clavado en el sitio. Creí haber
oído un sollozo ahogado. Sí, no me había equivocado, porque momentos después oí
otros sollozos. ¡Dios mío! Se me encogió el corazón. Soy muy tímido con las mujeres,
pero en esta ocasión giré sobre los talones, me acerqué a ella y le hubiera dicho
«¡Señorita!» de no saber que esta exclamación ha sido pronunciada ya un millar de
veces en novelas rusas que versan sobre la alta sociedad. Eso fue lo único que me
contuvo. Pero mientras buscaba otra palabra la muchacha recobró su compostura,
miró en torno suyo, bajó los ojos y se deslizó junto a mí a lo largo del muelle. Al
momento me puse a seguirla, pero ella, adivinándolo, se apartó del muelle, cruzó la
calle y siguio caminando por la acera. Yo no me atreví a cruzar la calle. El corazón
me latía como el de un pajarillo que se tiene cogido en la mano. Inopinadamente la
casualidad vino en mi ayuda.
Por la acera, no lejos de mi desconocida, apareció de pronto un caballero vestido de
frac, impresionante por los años, aunque no lo fuera por su manera de andar.
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