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montó en su caballo nihrainiano. Con el blanco rostro cubierto de lágrimas, salió a galope tendido del Campamento
del Caos, dejando atrás a las Naves del Infierno que continuaban desintegrándose. Al menos no volverían a
amenazar al mundo; el Caos había recibido un duro golpe. Sólo había que disponer de la horda misma, cometido
que no resultaría tan sencillo.
Luchando contra las cosas retorcidas que le lanzaban zarpazos, no tardó en reunirse con sus amigos y, sin
decirles nada, obligó a su caballo a girar y guió al grupo a través de la tierra temblorosa en dirección a Melniboné,
donde libraría la última batalla contra el Caos y completaría así su destino.
Mientras cabalgaba, creyó oír en su mente la joven voz de Zarozinia que lo consolaba mientras él dejaba atrás el
Campamento del Caos y las lágrimas continuaban bañando su rostro.
LIBRO TERCERO
La desaparición
de un señor condenado
Pues sólo la mente del hombre es libre de explorar la altiva vastedad del cosmos infinito, para trascender la
conciencia ordinaria, o vagar por los corredores subterráneos del cerebro humano con sus ilimitadas dimensiones.
El universo y el individuo están unidos, el uno reflejado en el otro, y cada uno de ellos contiene al otro.
Crónica de la Espada Negra
1
La ciudad de los sueños ya no soñaba envuelta en su esplendor. Las derruidas torres de Imrryr eran restos negros
y humeantes de albañilería que se proyectaban aguzados y sombríos contra el cielo plomizo. En otros tiempos, la
venganza de Elric había llevado el fuego a la ciudad, y el fuego había traído consigo la ruina.
Unas vetas de nubes, que parecían humo negro, cubrían el sol; las aguas turbulentas y manchadas de rojo que
había más allá de Imrryr se plagaron de sombras y en cierto modo fueron silenciadas por las negras cicatrices que
surcaban su ominosa agitación.
Desde la cima de una montaña de escombros, un hombre contemplaba las olas. Un hombre alto, de anchos
hombros y cadera estrecha, un hombre de cejas alargadas y puntiagudas, orejas sin lóbulo, pómulos prominentes y
sonrojados, y ojos sombríos en un rostro pálido y ascético. Vestía de negro, con una pesada capa acolchada de
amplio cuello, que resaltaban su piel de albino. El viento, errático y cálido, jugueteaba con su capa, la acariciaba
para aullar después entre las torres rotas.
Elric oyó el aullido y su memoria se llenó con las melodías dulces, maliciosas y melancólicas del viejo
Melniboné. Recordó también la otra música que sus antepasados habían compuesto al torturar con elegancia a sus
esclavos, eligiéndolos por los agudos de sus gritos para utilizarlos como instrumentos en impías sinfonías. Sumido
durante un momento en su nostalgia encontró algo parecido al olvido y deseó no haber dudado nunca del código de
Melniboné, deseó haberlo aceptado sin cuestionamientos para poder conservar la paz de espíritu. Sonrió
amargamente.
Más abajo, apareció otra silueta que fue subiendo por los escombros y se colocó a su lado. Era un hombre
pelirrojo y bajito, con una boca ancha y unos ojos que habían sido brillantes y picaros.
Miras hacia el este, Elric murmuró Moonglum . Miras hacia algo que no tiene remedio.
Elric posó su mano de largos dedos sobre el hombro de su amigo.
¿Hacia dónde iba a mirar si no, Moonglum, ahora que el mundo yace bajo la bota del Caos? ¿Qué quieres
que haga? ¿Que espere días cíe esperanza y risas, días de paz, con niños jugando a mis pies? Soltó una risa leve.
Era una risa que a Moonglum le disgustaba oír.
Sepiriz habló de la ayuda de los Señores Blancos. Pronto nos llegará. Hemos de esperar pacientemente.
Moonglum se volvió para mirar el sol ardiente y estático; después, su rostro adquirió una expresión
introspectiva y bajó la mirada hacia los escombros en los que estaba de pie.
Elric permaneció callado durante un instante mientras observaba el ir y venir de las olas. Después se encogió de
hombros y dijo:
¿Por qué he de quejarme? No me hace ningún bien. No puedo actuar por mi propia voluntad. Sea cual sea el
destino que me espera, no puedo cambiarlo. Ruego porque los hombres que nos sucedan utilicen su habilidad de
controlar sus propios destinos. Porque yo carezco de ella. Se acarició la mandíbula con los dedos y después se
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