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a punto de protestar, Reetha, con un susurro que era como el de un oleaje suave, le dijo:
No formes un bulto bajo la sábana. Pase lo que pase, quédate quieto y ocúltate, por
tu vida.
La voz que se oyó entonces, como trompetas de combate, hizo que el Ratonero se
alegrara del refugio que la sábana proporcionaba a sus oídos.
¡Esa repugnante chiquilla se ha subido a mi cama! ¡Qué asco! Me siento desfallecer.
¡Vino! ¡Ah! ¡Aaaaaaaaagggghhh! Siguió el ruido de las arcadas, gargajeos y
escupitajos, y entonces sonaron de nuevo las trompetas de combate, un tanto apagadas,
como si estuvieran envueltas en franela, aunque su tono era aún más airado : ¡Esa
perra sucia y demoníaca ha echado pelos en mi bebida! ¡Oh, Samanda, azótala hasta
dejarla en carne viva! ¡Golpéala hasta que me lama los pies y me bese cada dedo
pidiendo misericordia!
Entonces se oyó otra voz, como una docena de enormes timbales que atronaran a
través de la sábana y golpearan los tímpanos del Ratonero, delgados como hoja de oro:
Así lo haré, pequeño amo, y no te haré caso si me pides que desista. Ven aquí,
muchacha, ¿o debo hacerte saltar de la cama a latigazos?
Reetha se arrastró hacia la cabecera de la cama, alejándose de aquella voz. El
Ratonero la siguió, agazapado tras ella, aunque el colchón se movía como un barco de
cubierta blanca bajo una tormenta y la sábana parecía un dosel de niebla que casi rozara
la cubierta. Entonces, de súbito, aquella niebla se levantó como si la arrastrara un viento
sobrenatural, y apareció brillante el doble sol gigantesco rojo y negro del rostro de
Samanda, inflamado por el licor y la ira, y de su cabello peinado en forma de globo,
atravesado por una aguja negra. Y aquel sol tenía una cola también negra..., el látigo
alzado de Samanda.
El Ratonero saltó hacia ella por encima de la cama en desorden, blandiendo a
Escalpelo y sujetando todavía bajo el otro brazo el bulto gris de sus ropas.
El látigo, que iba dirigido a Reetha, cambió de dirección y avanzó restallando hacia él.
El Ratonero saltó con todas sus fuerzas y el látigo pasó justo por debajo de sus pies
descalzos, como la cola de un dragón negro. El tono del restallido descendió
bruscamente. Por suerte pudo mantenerse de pie al caer y saltó de nuevo hacia
Samanda, clavó a Escalpelo en su enorme rótula envuelta en lana negra y saltó al suelo
de madera.
Como un rayo de hierro pardo, una gran hoja de hacha mordió la madera cerca de él,
estremeciéndole de la cabeza a los pies. Glipkerio había cogido de su armero un hacha
ligera de combate con sorprendente velocidad y la esgrimía con una destreza inverosímil.
El Ratonero se arrojó bajo la cama, y corrió por lo que para él era un oscuro y ancho
pórtico de techo bajo, hasta salir al otro lado y girar rápidamente alrededor del pie de la
cama para golpear con su arma el tobillo de Glipkerio.
Pero aquel ataque dirigido al tendón de la corva falló porque Glipkerio dio media vuelta.
Samanda, cojeando un poco, acudió al lado de su Señor Supremo. El hacha gigantesca y
el látigo se alzaron de nuevo contra el Ratonero.
Lanzando un grito histérico que casi destrozó de manera definitiva los tímpanos del
Ratonero, Reetha arrojó el frasco de vino, que pasó cerca de las cabezas de Samanda y
Glipkerio, sin alcanzar a ninguno de ellos, pero detuvo momentáneamente sus ataques
contra el hombrecillo.
Durante todo este alboroto, el joyero dorado se había movido, poco a poco, de la
pared, y ahora la puerta detrás de él se abrió lo suficiente para permitir el paso de una
rata, y apareció Hreest seguida de su grupo armado, en total tres ratas enmascaradas, las
otras dos uniformadas de verde y tres ratas con picas y sin máscaras, provistas de yelmos
de hierro pardo y cotas de mallas.
Aterrado por esta irrupción, Glipkerio salió huyendo de la estancia, seguido algo más
lentamente por Samanda, cuyas poderosas pisadas agitaban el suelo de madera como un
terremoto.
Furioso y a la vez muy aliviado porque se enfrentaba a enemigos de su propio tamaño,
el Ratonero se puso en guardia, utilizando el bulto de sus ropas como una especie de
escudo y gritando desaforadamente:
¡Ven aquí y muere, Hreest!
Pero en aquel instante sintió que volvían a alzarle del suelo, a una velocidad
vertiginosa y se encontró pegado a los senos de Reetha.
¡Bájame, bájame! gritó, todavía enfurecido y ansioso por combatir.
Pero fue inútil, pues la muchacha, ebria, cruzó tambaleándose la puerta y la cerró de
golpe tras ella, con otro tremendo ataque a los tímpanos del Ratonero.
Samanda y Glipkerio corrían hacia una cortina azul y ancha, pero Reetha lo hacía en la
otra dirección, hacia la cocina y los aposentos de los sirvientes, llevando al Ratonero con
ella. El bulto gris de sus ropas rebotaba, su espada, pequeña como un alfiler, era inútil, lo
mismo que sus agudos gritos de protesta y sus lágrimas de ira.
Media hora después de la medianoche, las ratas lanzaron su asalto masivo contra
Lankhmar Superior, deslizándose principalmente a través de conductos de oro. Hicieron
algunas incursiones prematuras, en sitios como la calle de la Plata, y en otros lugares se
retrasaron, pues los humanos, en el último momento, descubrieron y bloquearon los
orificios de salida, pero en conjunto el ataque fue simultáneo.
Las primeras ratas que salieron de Lankhmar Subterráneo eran tropas de cuadrúpedos,
una fiera caballería sin jinetes, formada por ratas procedentes de los túneles y las
madrigueras hediondas bajo los barrios pobres y superpoblados de Lankhmar, roedores
que conocían pocos modales civilizados, o quizá ninguno, y que hablaban como mucho
un lankhmarés chapurreado, ayudándose con chillidos. Algunas sólo luchaban con
dientes y garras como auténticos seres primitivos, aunque entre ellas había feroces
guerreros y grupos para misiones especiales.
Seguían las ratas asesinas y las incendiarias con sus antorchas, resinas y aceites,
pues el fuego como arma, que hasta entonces no había sido usada, formaba parte del
formidable plan, aun cuando así amenazaran los túneles de las ratas del nivel superior.
Calculaban que vencerían a los humanos con la rapidez suficiente para obligarles a
extinguir las llamas.
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