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Lo sacó de su pecho, Parbati, una engañada ladrona,
y vio que el pequeño insecto se fue derecho a una hoja.
Lo vio, se desmayó temblorosa, haciendo oración a Siva,
que de nadie se olvidó, a todos dio su comida.
Siva lo ha dado todo, el providente,
¡Mahadeo! ¡Mahadeo! como un regalo...
al camello, la joroba, para los bueyes la hierba,
y para ti, mi niño, mi pecho de madre tierna.
Los servidores de Su Majestad
Resolvedlo por fracciones,
o bien por regla de tres.
Pero el estilo de Tweedle-dum
no es el de Tweedle-dee.
Dale al problema mil vueltas,
hasta morir de cansancio.
El estilo Laridon
no es estilo Larida.
HABÍA LLOVIDO TORRENCIALMENTE DURANTE un mes entero. Llovía sobre un campa-
mento de treinta mil hombres, y de miles de camellos y elefantes, caballos, bueyes y mulos, casi amontona-
dos todos en un lugar llamado Rawalpindi, para que los pasara en revista el virrey de la India. El virrey
recibía la visita del emir de Afganistán, un rey, pero un rey salvaje de un país más salvaje todavía. El emir
iba acompañado por una guardia de corps de ochocientos hombres con sus caballos, que jamás habían visto
un campamento, ni locomotoras: hombres salvajes y caballos salvajes, nacidos en algún rincón del Asia
central. Todas las noches, sin fallar una sola, una manada de estos animales soltaba sus trabas y se precipi-
taba dando saltos por todo el campamento, en medio del barro y de la oscuridad. O bien los camellos rom-
pían sus ataduras, corrían por todas partes, y tropezaban con las cuerdas de las tiendas. Podéis imaginaros
lo encantados que estaban quienes intentaban dormir. Mi tienda estaba lejos del lugar reservado a los came-
llos y yo la creía libre de todo problema. Pero una noche, un hombre asomó de repente la cabeza y gritó:
¡Salid inmediatamente! ¡Que vienen! ¡Mi tienda está ya por tierra!
Yo sabía muy bien a quién se refería. Me puse las botas y el impermeable, me precipité fuera de la
tienda, y salí corriendo por uno de los lados. La pequeña Vixen, mi fox terrier, salió por el otro. Luego oí
gruñidos, bramidos, sonidos guturales, como si se tratara de una olla burbujeante, y vi cómo desaparecía mi
tienda, roto limpiamente su mástil, y cómo se ponía a bailar cual fantasma loco. Un camello se había empo-
trado en ella, y aunque me sentía furioso porque me estaba calando, no pude evitar la risa. Luego eché a
correr, porque ignoraba cuántos camellos se habían escapado, y me vi enseguida lejos del campamento,
avanzando penosamente por el barro.
Acabé por tropezar con la cureña* de un cañón y me di cuenta de que estaba en el acantonamiento
de la artillería, donde se guardaban los cañones durante la noche. No quise continuar andando sin ton ni son
en medio de la oscuridad y bajo la lluvia, puse mi impermeable sobre la boca de uno de los cañones, me
hice una especie de vivac improvisado con la ayuda de dos o tres atacadores que había encontrado por allí,
y me eché cuan largo era en la cureña de otro cañón, preguntándome dónde estaba yo y qué le habría ocu-
rrido a Vixen.
Me disponía a dormir cuando oí el sonido inconfundible de un arnés*, algo parecido a un gruñido
de disgusto, y un mulo pasó delante de mí sacudiéndoselas orejas mojadas. Estaba asignado a una batería
de cañones desmontables. Me lo certificaba el ruido de correas, anillos, cadenas y otros objetos que llevaba
sobre el lomo. Los cañones desmontables son piezas muy bonitas, formadas por dos cuerpos que se unen
cuando hay que servirse de ellas. Se transportan a la montaña hasta el último rincón adonde sea capaz de
llegar un mulo, y prestan grandes servicios en terrenos rocosos.
Detrás del mulo llegaba un camello cuyas patas blancas, al hundirse, hacían en el barro un ruido
de ventosa que balanceaba el cuello hacia adelante y hacia atrás, como una gallina perdida. Felizmente,
yo conocía bastante bien el lenguaje de los animales, no el de los salvajes, sino el de los acostumbrados a
vivir en campamentos. Me lo habían enseñado los indígenas, para poder enterarme así de lo que contaban.
Debía de tratarse del mismo que se había estrellado contra mi tienda, porque le decía al mulo:
¿Qué voy a hacer? ¿Adónde ir? Acabo de pelear con una cosa blanca que se agitaba; y ha cogi-
do un palo y me ha golpeado en el cuello se trataba del mástil de mi tienda, partido, y me gustó saberlo
. Me voy lo mas lejos posible.
¡Ah!, ¿eres tú? respondió el mulo , ¿tú y tus amigos los que habéis sembrado el desorden en
el campamento? Muy bien. Eso te va a costar unos buenos golpes mañana por la mañana. Pero yo te voy a
adelantar unos cuantos.
Por el ruido de su arnés, noté que el mulo retrocedía. Estampó en el costado del camello una lluvia
de coces, que resonaron como sobre un tambor.
La próxima vez no te arrojes sobre una batería por la noche, gritando: «¡Al ladrón! ¡A las ar-
mas!». Agáchate y no muevas tu estúpido cuello.
El camello se dobló como lo hacen ellos, en escuadra, y se sentó lanzando un suspiro. Se oyó en la
oscuridad el rítmico golpear de los cascos de un gran caballo, que galopaba muy tranquilo, como en los
desfiles. Saltó por encima de la cureña de un cañón y se acercó al mulo.
Es una vergüenza dijo con unos resoplidos con los que descargaba toda su furia . De nuevo
esos despreciables camellos han armado lío en nuestra zona. Y es la tercera vez en una semana. ¿Cómo
puede un caballo estar en plena forma si no le dejan dormir? ¿Quién está ahí?
Soy un mulo que se dedica a transportar cureñas, y me han asignado la del número 2, primera
batería desmontable respondió el mulo , y el otro es uno de vuestros amigos. ¿Y tú quién eres?
El número 15, 5.° escuadrón, 9.° de lanceros. El caballo de Dick Cunliffe. Por favor, hazme un
poco de sitio.
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