[ Pobierz całość w formacie PDF ]
Caballeros, permítanme que les presente al señor Jefferson Hope, asesino de Enoch Drebber y Joseph
Stangerson. Todo fue cosa de un instante. Tan rápido fue, que ni tiempo había tenido yo para darme
cuenta. Conservo como recuerdo vivaz de aquel momento el de la expresión de triunfo del rostro y del
timbre de la voz de Holmes, de la cara atónita y furiosa del cochero al clavar su vista en las centelleantes
esposas que habían aparecido como por arte de magia en sus muñecas. Durante uno o dos segundos
habríamos podido pasar por un grupo de estatuas. Y de pronto, lanzando un bramido inarticulado de furor,
se liberó de un tirón de las manos de Holmes, y se precipitó contra la ventana. Madera y cristal se
quebraron por el golpe; pero antes que todo su cuerpo se proyectase fuera, Gregson, Lestrade y Holmes se
tiraron a él como otros tantos sabuesos. Lo arrastraron hacia adentro, y entonces empezó una pugna
terrorífica. Eran tales su fuerza y su furor, que una y otra vez se sacudió de nosotros cuatro. Se habría
dicho que estaba dotado de la energía convulsiva de un hombre durante un ataque epiléptico. Tenía la cara
y las manos terriblemente laceradas por los cristales rotos de la ventana, pero ni aun con la pérdida de
sangre disminuía su resistencia. Sólo cuando Lestrade consiguió meterle la mano dentro de la corbata, y
retorciéndola hasta casi estrangularlo, logramos convencerlo de que eran inútiles sus forcejeos; y aun
entonces no nos tranquilizamos hasta que lo tuvimos atado de pies y manos. Hecho eso; nos levantamos
sin aliento y jadeando.
Disponemos de su coche dijo Sherlock Holmes . Nos servirá para conducirlo a Scotland Yard. Y
ahora, caballeros prosiguió con agradable sonrisa , estamos ya al final de nuestro pequeño misterio.
Recibiré con gusto cuantas preguntas quieran hacerme, y no hay peligro de que me niegue a contestarlas.
SEGUNDA PARTE
EL PAÍS DE LOS SANTOS
CAPÍTULO I
En la gran llanura de Alcali
En la parte central del gran continente norteamericano existe un desierto árido y repulsivo, que sirvió
durante muchísimos años de barrera opuesta al avance de la civilización. Desde la Sierra Nevada hasta
Nebraska, y desde el río Yeilowstone, en el Norte, hasta el Colorado, en el Sur, se extiende una región en
que todo es desolación y silencio. Pero la Naturaleza no se presenta del mismo humor en toda esa ceñuda
zona.
Ésta abarca altas montañas, coronadas de nieve, y valles tenebrosos y lúgubres. Hay ríos de rápida
corriente que se precipitan por dentados cañones; y llanuras enormes, que se blanquean de nieve en
invierno, y que se agrisan en verano con el polvo salino del álcali. Pero todo ello tiene como
características comunes la aridez, lo inhóspito, lo mezquino.
No hay nadie que habite esta región de la desesperanza. De cuando en cuando cruza por ella alguna
partida de pawnees o de píesnegros en busca de nuevos cazadores; pero basta los más sufridos de entre
los valientes se alegran de perder de vista aquellas espantosas llanuras y de volver a pisar la región de las
praderas. El coyote acecha entre los matorrales; pasa el busardo aleteando torpón por los aires, y el
desgarbado oso gris camina pesadamente por los os-curos barrancos buscando como puede el sustento
entre las rocas. No tiene otros habitantes aquel desierto.
No existe en el mundo entero más triste panorama que el que se distingue desde la vertiente norteña de la
Sierra Blanca. Los grandes llanos se extienden hasta perderse de vista, como manchones de polvo alcalino
cortados por matas de raquíticos chaparrales. Una larga cadena de picos de montañas se alza en el último
límite del horizonte, con sus cimas abruptas cubiertas de nieve. No hay señal de vida en aquella gran
extensión de tierra, ni nada que con la vida tenga relación. No cruza un pájaro por el firmamento, de un
azul de acero, ni se observa mo-vimiento de ninguna clase en el suelo, gris y monótono; y por encima de
todo, el silencio más absoluto.
He dicho que no hay nada que tenga relación con la vida en la extensa llanura. Pero eso está lejos de ser
verdad. Mirando desde Sierra Blanca, se descubre un sendero que va serpenteando por el desierto hasta
perderse de vista en la lejanía. Está señalado con surcos de ruedas y trillado por los pies de muchos
[ Pobierz całość w formacie PDF ]